Recuerdo tomar ese viejo tronco, cambiar su posición y comenzar a llenarlo con los cristales más delicados. Para asegurar el equilibrio, coloqué una lámpara en el centro; nada extraordinario.
Lo que era simple e insignificante para mí se convirtió en una reliquia, una decoración de gran valor. Y todo gracias a la forma en que se presentaba, rodeada por cinco hectáreas de cristales en la cima de una montaña, en una isla europea. ¿Qué más podía desear ese tronco?
Fue entonces cuando entendí y me dije a mí misma: ‘Rodéate de lo que te hará grande.»