Hay momentos en la vida en que, sin aviso, nos encontramos completamente solos en una habitación llena de nuestra propia compañía. Es como si el universo nos guiara suavemente hacia una pausa necesaria, un reencuentro íntimo con nosotros mismos. Estos últimos meses, he sentido esa soledad en toda su intensidad. Mi vida ha dado un giro, y en el proceso, he atravesado una crisis laboral, económica y emocional que me ha dejado sin muchas personas a quienes recurrir. Mi padre, en Estados Unidos, está lejos y no lo he visto en cinco años; mi madre, en Perú, hace más de un año que no la abrazo. Yo vivo en España, a miles de kilómetros de quienes me dieron la vida, sola y con el peso de muchas cosas que nunca imaginé cargar sola.
Al principio, la soledad me pareció fría, casi cruel. Pero, poco a poco, comencé a ver sus facetas más profundas. Aprendí que estar sola es un arte, una forma de encontrarme, un espacio sagrado que me permite ser quien soy, sin máscaras. Descubrí que llorar en público, algo que antes hubiera evitado a toda costa, se convirtió en una terapia tan liberadora que ahora casi lo extraño. El puerto de Valencia se volvió mi refugio, mi confesionario silencioso. Con mis cascos puestos y alguna melodía que acompañara mis pensamientos, me sentaba a mirar el mar. Si mis ojos se llenaban de lágrimas, no me importaba; esa era mi hora, mi lugar, y las olas escuchaban lo que nadie más podía entender.
Por las mañanas, empecé a disfrutar esos cafés solitarios en mi rincón favorito de la ciudad. Sentarme allí, ponerme un video o leer un blog que me sacara una risa, y reír a carcajadas sin importarme si alguien se giraba a mirar. Aprendí que la felicidad también es un acto privado, y que compartirla con uno mismo tiene un sabor especial. Al final, la gente me miraba y, a veces, hasta sonreía conmigo, porque la risa sincera es contagiosa y siempre nos recuerda que hay algo bello en cada instante.
Esta etapa de soledad me enseñó muchas cosas. Aprendí a ser valiente, a tomar decisiones importantes sin esperar una mano que me guiara. Aprendí también a pedir ayuda, algo que me parecía imposible, pero que resultó ser uno de los gestos más hermosos que pude ofrecerme. Aprendí a ser fuerte, pero también a mostrarme vulnerable, a dejar que otros vean mis lágrimas sin vergüenza. Aprendí a querer y a soltar, a dejar ir a las personas y situaciones que ya no me sumaban. Conocí gente maravillosa, pero también aprendí a alejarme de aquellos que, a pesar de estar cerca, ya no pertenecían a mi historia.
Para quienes estén pasando por algo similar, quiero decirles que estar solo no significa estar perdido. A veces, la soledad es el espacio que necesitamos para conocernos de verdad, para descubrir nuestras propias risas, nuestras propias lágrimas, para aprender a sanar desde adentro. La vida, en su manera misteriosa, nos lleva a lugares y momentos que parecen vacíos pero están llenos de enseñanzas, de fuerza, de amor propio. Porque al final, cuando aprendemos a estar solos, aprendemos también a ser nuestra mejor compañía.
Y allí, en medio de todo, descubrimos que nunca estuvimos realmente solos.